Una de las personas que más me incentivó (sin saberlo) a realizar mi viaje sola siendo mujer fue Aniko Villalba, una chica de Buenos Aires que viajó de mochilera por el mundo durante 10 años. Leer cada página de su libro, cada anécdota publicada en su blog hacía que quisiera teletransportarme instantáneamente a su piel y vivir un poquito de todo eso que le pasa a un viajero. Leyéndo-la podía percibir lo diferente que éramos, lo distinto de nuestros gustos, de nuestras realidades, y al mismo tiempo sentir que yo no era una loca desquiciada que se le había ocurrido la idea más remota e irrealizable del mundo. O tal vez sí, pero al menos no era la única. Había personas que ya habían sentado precedentes y que demostraron que no sólo era realizable sino que era maravilloso.
En diferentes relatos, Aniko cuenta que viajando solía encontrar naipes tirados en el camino y que los interpretaba como signo de buen agüero, pero nunca los levantaba. Viajando por Laos encuentra dos naipes en el suelo y se los entrega a un amigo viajero que coleccionaba cartas abandonadas. Luego de ese suceso, comienza con su propia colección, pero de una manera particular: “Decidí jugar un juego conmigo misma. Delineé las reglas esa mañana, mientras caminaba por Luang Prabang con mi dos de trébol en el bolsillo. Levantaría un naipe por ciudad, sólo uno, sin importar cuántos encontrara en el mismo lugar; el naipe tendría que estar abandonado en el piso, olvidado y separado del resto del grupo, cada naipe tendría que ser encontrado por mí, no valdrían los regalos, y el juego no terminaría hasta no haber encontrado una baraja entera con comodines incluidos. ¿Existirían los comodines en las barajas asiáticas? ¿Los jugadores los tirarían al piso como al resto de los naipes?" ("Dias de viaje" Aniko Villalba, 2013)
Por supuesto que leer todo esto me parecía algo inédito. ¿Quién va caminando por ahí y encuentra naipes abandonados en el piso? Recapitulando y haciendo memoria, sólo podía recordar escasas veces en mis casi 30 años de vida en los que había visto cartas perdidas en el suelo. Si un futuro prometedor dependía exclusivamente un anuncio a través de estos particulares objetos, mi porvenir dejaba bastante que desear. Consideré el juego propuesto por Aniko como algo fuera de serie y único, que le ocurrió sólo a ella, muy original por cierto.
Mi viaje comenzó por Europa, donde permanecí por más de dos meses recorriendo diferentes países. Esta cuestión de naipes y juegos había desaparecido por completo de mi memoria, ya que en el orden y limpieza que reina en la mayoría de los países europeos parece que no hay lugar para mensajeros de buena fortuna a la espera de un caminante atento.
Cuando llegué a Tailandia, mi segundo país asiático después de China (nunca cuento un sólo día en un país como “haber estado en un país” pero definitivamente a China lo voy a contar siempre) pude apreciar que en las calles suele haber bastante basura y suciedad. Una tarde que caminaba por las calles de Bangkok, un 2 de diamantes un poco pisoteado y lleno de tierra que estaba tirado en el asfalto me recordó aquel juego de coleccionar cartas separadas de su baraja original. Aún un tanto incrédula de encontrar otros ejemplares, decidí levantarla y conservarla, no fuera cosa que quisiera unirme tarde a un juego ya empezado, sin haber aprovechado mis oportunidades.
Me resultaba simpática la idea de coleccionarlos, pero no por su cualidad de ser anunciadores de buena suerte, porque soy una convencida de que la suerte la crea uno mismo con sus decisiones. Pero sí me gustaba el significado del naipe. Bueno, en realidad su carencia de significado por sí mismo. Un naipe sin su grupo no vale nada, no es nadie sin los demás. Según el diccionario, un naipe es “una cartulina rectangular, de aproximadamente un decímetro de alto y seis a siete centímetros de ancho, cubiertas de un dibujo uniforme por una cara y que llevan pintados en la otra cierto número de objetos”. Eso, un trozo de papel, sin ningún tipo de uso. Pero cuando 50 de esas cartulinas se unen formando una baraja, inmediatamente cada naipe adquiere un valor, constituyendo un juego. Al mismo tiempo, si una de esas cartulinas falta, el mazo entero también pierde utilidad, a menos que se reemplace la ausente de alguna manera, pero nunca volverá a ser el mismo mazo. Y algo aún más significativo es que en esa baraja, si bien cada naipe tiene un valor propio, importa más su valor relativo, dependiendo el mismo del juego que se juegue y de los demás naipes que lo acompañen en una jugada. Es decir, es todo tan relativo cuando de naipes se habla que me gusta porque me recuerda a las personas, a los grupos sociales, a los hechos, a las oprtunidades, a la vida misma.
Una tarde me bañaba en una playa de Filipinas. El agua me llegaba a las rodillas y yo, mirando mis pies, no salía de mi asombro por la transparencia de la misma. De repente, a mi derecha vi un naipe semienterrado en la arena cuyo extremo libre se movía levemente por el vaivén del agua. Él estaba allí como pidiendo auxilio para no terminar de perderse definitivamente en las profundidades de un océano, y yo terminé de convencerme de que ya era una participante más de este juego de rescatar “pedacitos de juego”.
No voy a extender el relato en contar la situación en la que encontré cada carta de mi “baraja viajera”, pero sí me gustaría contar que cambié dos reglas del juego original de Aniko. Ella se propuso completar la baraja, por lo que si encontraba una carta repetida, supongo que no la conservaría. En un primer momento respeté esta regla, por eso cuando encontré ese 8 de trébol y el 2 de corazones por segunda vez, los dejé donde estaban, a la espera de otro coleccionista. Pero cuando hallé un tercer comodín, eso sí que me llamó la atención. Decidí conservarlo, recordando la pregunta de Aniko sobre si existirían comodines en las barajas asiáticas y si la gente los tiraría como al resto de las cartas. En un relato ella menciona haber encontrado un mazo casi completo, del cual escogió el comodín porque de seguro sería difícil encontrar otro. Yo ya iba por el tercero que se me presentaba solito en el suelo, sin compañeros a su alrededor. Entonces decidí que la única carta que se podría repetir eran los comodines, porque más que ninguna otra, era signo de una suerte favorable, y muchas veces de una suerte tan inesperada que puede repentinamente salvar la partida y convertir a un probable perdedor en ganador. Sin dudarlo, me pareció una carta especial, por lo que sólo a ella le di autorización de repetirse cuantas veces quisiera (además dejar que todas se repitieran hubiera sido injusto para ese 8 y ese 2 que dejé abandonados por no ser los primogénitos de su especie).
Es de imaginarse mi sorpresa al encontrar un cuarto comodín… y un quinto. Una particularidad que descubrí de muchos naipes abandonados es que a pesar de estar perdidos quieren seguir jugando, y con el mayor de los orgullos, se atreven a darnos la espalda. ¿Juegan con nuestra ansiedad? Seguro saben de nuestra emoción por el hallazgo y del ferviente deseo de completar el mazo que tenemos. ¿O nos ofrecen un juego más? Yo jugaba a adivinar su identidad antes de conocerla. Cuando volteé el sexto y séptimo comodín ya los había adivinado de antemano, y no podía evitar que una sonrisa se esbozara en mi cara. La gente que me veía en plena hazaña lúdica, al ver mi expresión de alegría, me miraba pensando que había encontrado dinero. Pero encontrar un billete no me hubiera dado tanta alegría como un comodín, porque el dinero no tenia ningun valor en mi juego. Ocho en total fueron los comodines que encontré, y todos prácticamente sucediéndose uno de otro.
Más que un juego, me daba la sensación que la vida me estaba tirando las cartas.
Asia no formaba parte de mis planes cuando decidí viajar, estaba más bien en mis fantasías, más cerca de mi lista de imposibles. Y sin planear nada, me fui. Y el no planificar, para mí es un arte en sí mismo, una disciplina tan simple que sólo nos exige a cambio renunciar a nuestra necesidad y ambición de control. Nada más ni nada menos. Tan sencillo es, que frente a la sola idea de no hacer planes, nuestros mecanismos cerebrales entran en cortocircuito. Y ocurre que la mente humana es muy soberbia, confiada en su poder de mando y control, se siente segura sólo si sabe de antemano lo que va a suceder en el futuro, descuidando lo más valioso, el presente. No tiene tiempo para eso, porque debe demostrar que sabe todo, no sea cosa que algo la sorprenda, la desencaje y deje en evidencia su “falta” de poder. Y es que por más que queramos, no podemos controlar nada. A menudo nos olvidamos que sólo somos un minúsculo punto en el plano del universo, y que para que cada segundo de nuestra existencia suceda, hay millones de fenómenos y factores que intervienen y que no dependen de nosotros. Frente a este panorama, las probabilidades de que las cosas salgan como las planeamos se reducen significativamente, y muchas veces cuando esto pasa, aparece la frustración, el enojo, la desilusión. Cuando asumimos con humildad nuestra insignificancia y le damos ese espacio al universo para que cree según su voluntad, y le decimos SI a lo que nos proponga, a las ideas locas, él nos regala momentos, situaciones, lugares, personas y experiencias que superan con creces cualquier plan que podamos tener.
Pero aún habiéndome arriesgado a hacer locuras comprando ese vuelo sin pensarlo, no podía evitar el miedo frente a lo distinto y la pregunta permanente que se presentaba en mi cabeza ¿habré hecho bien en venir a Asia y encima sola? Y sí, haber tomado la decisión no me libraba de mi condición humana, de mis temores e inseguridades. Y a cada paso que daba, el universo me entregaba una carta especial diciéndome “confiá, vas por el buen camino”. Como si me estuviera dejando migajas de pan dispersas que sirvieran de pistas para el sendero que debía seguir.
Fue la primera vez que me tiraron las cartas.
Ahora de vuelta en casa, la intriga me hizo indagar un poco sobre qué quería decir el comodín para los que tiran las cartas. En el Tarot el comodín se asocia al Loco en la baraja de los arcanos. Dentro de lo que encontré rescaté un fragmento que me resultó significativo, crea o no en el lenguaje de las cartas:
“El Loco nos desafía a explorar nuevos territorios y fronteras, a pasar a la acción, a buscar nuestra verdad y vivir la vida como una aventura. Nuestra vida está llena de situaciones que sustituyen las verdaderas aventuras. Siempre existe una excusa o una justificación para la inacción: siempre esperamos que sean otras personas o cosas las que nos entretengan. Según el Loco, la vida es un juego. La finalidad de todo juego es divertirse. Podemos aprender jugando. Necesitamos hacer cosas nuevas en la vida. Necesitamos ensanchar nuestras fronteras. La cualidad del Loco necesita ser dirigida, no reprimida, como tantas veces ocurre en la sociedad moderna.
El Loco nos recuerda que debemos fomentar nuestra individualidad y no ponerla en peligro. Necesita un espacio amplio para él. Odia la rutina y desea que continuamente ocurran nuevas cosas alrededor. El Loco aprende de sus errores. Ese es su secreto. Su herramienta predilecta es la risa. El Loco confía plenamente en lo que el universo le ofrece. No tiene miedo. No se lamenta de lo que podría haber hecho o sido. Eso es agua pasada. Crea su futuro en el momento presente, no en el momento pasado o futuro. El pasado y el futuro son una carga innecesaria. El Loco viaja ligero de equipaje porque porta cuanto necesita. El Loco lleva una vida sencilla. La sencillez es la clave de la vida”.
Nada, eso. Poco que agregar. Al que le quepa el poncho que se lo ponga. Y creo que es un talle medio universal porque, más flojo, más ajustado, medio que nos cabe a todos. Por mi parte nunca más podré mirar un comodín sin que me diga “hey! Si vos, no te olvides de tu locura”.
Por eso la segunda regla que modifiqué del juego de Aniko es “cada naipe debe ser encontrado por mi”. Aquí dejo mi baraja viajera, abierta a todos los locos que se animen a jugar conmigo. Propongo armar una baraja colaborativa, que se llene con los naipes encontrados en los viajes de los que quieran jugar. Ya saben las reglas… ¿o querrán agregar/cambiar alguna más?