Romance de otoño

Publicado el April 10, 2019 · 38 minutos de lectura

Mi vuelo aterrizó en Hanoi sobre las 9 de la mañana del 10 de junio. A diferencia de otros países, Vietnam me llamó y me hizo dejar todo para acudir a su encuentro. Cuando decidí visitar el sudeste asiático sólo compré los vuelos de ida vuelta desde España (permaneciendo 2 meses y medio en Asia), y los vuelos de salida de cada país que quería visitar, ya que muchas veces te lo solicitan en el aeropuerto para poder volar. Vietnam no figuraba entre esos países.

Cuando me quedaban 20 días para regresar a España, yo debía tomar un vuelo desde Kuala Lumpur hasta Puket, para visitar las playas de Tailandia. Pero ese vuelo nunca lo tomé. Deslumbrada con las playas de Filipinas e Indonesia, sentí que ya había tenido suficiente buceo, snorkel, arena y sol. ¿Hago más playas turísticas o voy en busca de algo diferente? Pero… en el sudeste asiático todos los países son muy diferentes. Algo dentro mío me dijo que Vietnam era lo que estaba buscando.

En migraciones me concedieron una visa gratuita de 15 días, lo cual era perfecto para el tiempo del que disponía. Luego de conseguir algo de moneda local, al no haber WiFi para chequear online, me dirijo hacia el mostrador de informes para preguntar dónde podía tomar un bus que me llevara al centro de la ciudad, a lo que la mujer que allí trabajaba me respondió que no existían buses y que sólo podía llegar allí en taxi o transfer. Sí claro, y yo te voy a creer-pienso para mis adentros.

Salgo del aeropuerto y me acerco a un policía, a un hombre que trabajaba en el aeropuerto y a una mujer que se encontraba ahí. Frente a la misma pregunta, misma respuesta. Es sabido que cuando ven a un turista, en los aeropuertos buscan aprovecharse e intentan convencerlo de que el taxi (el cual le va a cobrar lo equivalente al alquiler, expensas y servicios de su casa) es la mejor opción. Pero ¿que todos se comploten y me nieguen rotundamente que existiera otra manera de abandonar ese lugar que no sea tomando un taxi? La indignación que eso me produce alimenta mis ganas de resolver ese desafío. Y tiene que alimentarlas bien porque con los 40 grados a la sombra y el 100% de humedad de este día, el subirme a un taxi con aire acondicionado suena más que seductor.

Me encuentro en la terminal 2 del aeropuerto y luego de recorrer sus alrededores, no logro encontrar en ningún sitio carteles que indiquen la parada de algún bus. Espero unos 15 minutos pero es en vano, no hay buses a la vista. ¿Tendría razón esta gente? No puedo creerlo, porque la mayoría de las ciudades conectan los aeropuertos con buses y trenes. ¿Cómo una capital va a ser la excepción? Por suerte me había descargado el mapa de Hanoi para usarlo sin conexión, y en él puedo ver que la terminal 1 se encuentra a una media hora de caminata, así que decido dirigirme hasta allí para comprobar la existencia de algún medio de transporte que no sea un taxi.

Apenas emprendo la marcha, este país comienza a presentarme sus peculiares personajes. Un hombre que usa el casquito verde típico de los vietnamitas (que si se caen de la moto creo que se lastiman más con el casco que con el pavimento) se acerca a mí conduciendo su moto al grito de “¿Taxi madame?”. Sinceramente eso está muy lejos de mi idea de taxi; si bien ya me acostumbré a que en Asia las motos pueden ser taxis, si voy a pagar por un traslado privado mínimamente espero estar protegida del sol y del calor. Gentilmente respondo que no; a ese sujeto y a los 7 que le suceden.

Continúo mi caminata. Lo que el mapa no me aclaró es que no hay un camino trazado, y que debo atravesar algunos matorrales y lomas hasta llegar a destino. Demás está decir que todo el camino es bajo pleno rayo de sol. Un nuevo taxista se presenta anunciando su servicio, y comienza a seguirme, intercalando la pregunta ¿taxi? con lapsos de tiempo donde deja que me aleje (como dándome unos segundos para repensar mi decisión), para luego volver recargado con su ofrecimiento. Con cada pregunta mi “No, gracias” se torna más desagradable y violento. Hasta que luego de 10 minutos finalmente me pregunta con su mayor cara de desconcierto “¿Pero por qué no querés un taxi?” Claro, ese pobre hombre no puede entender qué hace una loca desquiciada caminando con su equipaje al costado de la ruta, esquivando yuyos, traspirando como salame en la guantera, y rechazando taxis. También se preguntará hasta donde pienso caminar, porque la ciudad está a una hora en vehículo. Pero él no sabe de mi reto, no sabe que todavía tengo que probar que sí existe un bus local.

Todavía me encuentro a unos cientos de metros de la terminal 1, cuando mis ojos divisan la presencia de buses estacionados en el parking. Bingo! Ahí están, lo sabía! Camino los últimos metros con más prisa, como yendo a abrazar la victoria. Pago unos pocos dongs y con toda la emoción de un espectador me siento del lado de la ventanilla para apreciar las primeras imágenes de un nuevo país. Bueno… la primer imagen es un poco decepcionante; la terminal 2 se dibuja a la derecha del bus. El colectivo se detiene en un lugar equis de la vereda, donde por supuesto no hay ninguna señal de parada, y un grupo de personas, principalmente vietnamitas, ascienden al mismo. Claro, a los locales sí les dicen dónde para el colectivo. ¡Qué bronca! Al menos tengo un asiento entre todo ese tumulto se gente que con este calor, tiene que viajar una hora de pie.

Camino unas cuadras desde la parada de bus hasta mi alojamiento, y en ese corto trayecto, la ciudad me dice que deje rápido todas mis cosas y empiece a recorrerla, porque tiene mucho para mostrarme.

Salgo del hostel y me dispongo a caminar. Hanoi es para mí lo más parecido a una droga. Apenas pongo un pie en sus calles es como si hubieran enchufado mi cuerpo a una fuente de energía que hace que me mueva a cualquier lado, sin rumbo definido, sin poder parar, en busca de más y más. Y no es una metáfora, juro que puedo sentir esa energía dentro de mí, y es una sensación maravillosa.

Veo un circo de estímulos que demandan todos juntos a la vez la atención de mis pupilas. No sé a dónde mirar primero. Empezando porque tengo que caminar por la calle literalmente, ya que la vereda está completamente ocupada por las motos que están estacionadas. Pero caminar en la calle e incluso cruzarla es una hazaña en sí misma. El medio de locomoción por excelencia en esta ciudad son las motos, cuyo sentido, velocidad y maniobras de circulación responden al gusto del conductor, quien cuenta con una poderosa herramienta: la bendita bocina.

Pero la bocina es un tema aparte; a diferencia del común de las ciudades, aquí no se usa solo para anticipar maniobras o llamar la atención de alguien, sino que existe un sofisticado sistema de comunicación que se efectiviza con el timbrar de los vehículos, constituyendo, lo que diría yo, un lenguaje en sí mismo. Puedo asegurar que las personas se cuentan anécdotas del día o incluso de la semana con sólo variar el ritmo y alternar los turnos al presionar las bocinas. Es por eso que el turista novato no tiene manera de saber qué es lo que está pasando en el tráfico a cada momento ni cómo se entiende esa gente. Porque no hablamos ese idioma. Me los imagino manejando así en cualquier otra parte del mundo y en realidad los imagino en el hospital. Y frenarían en las esquinas para fotografiar los autos parados frente a los semáforos, porque en Hanoi los semáforos brillan por su ausencia, y si por casualidad te encontrás con uno, rápidamente te darás cuenta que el pobrecito es más ignorado que la “T” en la palabra “Tsunami”.

Camino cien metros por la calle y 3 de cada 20 motos que pasan a mi lado, disminuyen su velocidad para hacer la pregunta obligada “¿Taxi?”. Otros directamente frenan, a veces obstruyendo mi paso, en el afán de insistir por ofrecer su servicio a un módico precio. Ahora comprendo que aquí los taxis oficiales no existen. Cada ciudadano que goza de unos minutos libres tiene el derecho de trabajar realizando traslados, y puedo asegurar que lo ejercen.

Tengo que cruzar la calle. Como era de esperarse, no hay semáforo. Espero a que las motos dejen de pasar. Por poco quedo petrificada esperando. En una ciudad con 7 millones de habitantes, el número de motos que circulan es proporcional a su gente. Veo aproximarse a una mujer vietnamita que estaba por cruzar la calle y decido imitar su procedimiento, el cual consiste básicamente en continuar caminando al modo más suicida, como si uno no estuviera atravesando una calle tapizada de vehículos, y rogar que ellos frenen al interceptarse con nuestra presencia. Facilísimo!

Con el corazón en la mano por el aventurero cruce, continúo caminando. De golpe, entre tantas motos en la vereda veo un hombre con un barbijo y una tijera en la mano. Me acerco disimuladamente para ver qué ocurría y encuentro la imagen más común del mundo, un peluquero cortándole el pelo a un hombre en plena vereda. El cliente supervisaba su trabajo mirando en un espejo que colgaba de un clavo en la pared. Los cabellos cortados caían sobre un trozo de tela atado a su cuello que también se sujetaba a la pared en dos extremos, por lo que no ensuciaba el suelo. Un profesionalismo absoluto. Giro sobre mi misma para continuar la caminata y pego un alarido al tocar el caño de escape caliente de la moto que esta estacionada justo al lado mío (la primera vez de las muchas tantas). Todavía no me acostumbro al estacionamiento en la vereda. Me agacho para ver si me quemé mucho, pero me levanto rápidamente porque veo una llamarada que se enciende unos metros más adelante. Esquivo las motos como puedo para seguir avanzando y veo un hombre colocando diferentes ingredientes en una olla ubicada sobre una gran llama, preparando el plato único que vendería ese día. Intento mirar dentro de la olla para ver de qué se trata, pero de repente escucho un hombre que me grita algo desde la calle. –Madame, Madame ¿Taxi?-. A ver señor, ¿qué le hace pensar que voy a querer un taxi en la situación en la que me encuentro? Quédese tranquilo que si necesito un taxi de seguro se lo voy a pedir. Con mi mejor cara de poker inhibo en mi cabeza el desfile de posibles respuestas para ese “taxista” al que nunca le contesté.

Imagen mía frente al río
Peluquero outdoor
Imagen mía frente al río
Entre todas las motos de la vereda

Continúo la marcha y me distraigo mirando a una mujer que, sentada en el umbral de su casa, corta chauchas en pequeñísimas tiras mientras unos pedazos de carne se orean en el calor, mal olor y contaminación del ambiente. Interrumpe mi contemplación una señora de baja estatura, que utiliza un barbijo para protegerse de la contaminación. Lleva un palo apoyado en uno de sus hombros y de él cuelgan dos cestas repletas de frutas, las cuales insiste en venderme. Al ver una fruta que jamás vi en mi vida, no lo dudo y compro un poco de lichi (originario del sur de China). Agradecida, la mujer me entrega el palo con las cestas y me pide mi celular para tomarme una foto con él.

Imagen mía frente al río
Mujer cortando chauchas
Imagen mía frente al río
La foto que me tomó la verdulera

Sigo caminando. Una mujer lavando la ropa y otra a su lado lavando los platos en la vereda ya no me parecen tan fuera de contexto. La señora comprando carne expuesta al rayo del sol y las moscas, tampoco. El chico en moto que tengo al lado hace 3 minutos taladrándome el marote con la palabra Taxi, menos. La mesa en la vereda donde se venden perros muertos y pelados listos para cocinar… bueno, eso sí que me da bastante impresión. Demás está decir que con todos estos acontecimientos sucediendo en simultáneo en la vía pública, el aroma que flota en el aire no es de los más agradables y la limpieza en las calles no abunda en lo absoluto.

Imagen mía frente al río
Venta de carne "a la intemperie"

Son las 3 de la tarde y empiezo a sentir hambre, y como siempre, busco un lugar donde haya gente local comiendo, lo cual por lo general es una garantía de que el lugar es bueno y barato, y sobre todo no es una trampa caza turistas. Veo en la vereda unos 7 vietnamitas sentados en banquitos de plástico diminutos (como los de jardín de infantes) y apoyando su comida en una mesa de igual tamaño, o sosteniendo el plato sobre sus piernas. Me acerco al cocinero de ese puesto callejero para preguntarle qué tenía para comer. No sé si no entendió o no le importó mi pregunta en inglés, pero me responde señalando las sillas vacías y haciendo con la mano el gesto de que me siente. Insisto en intentar ver qué era lo que vendía pero no hay forma, me obliga a sentarme. Obedezco sin dudar. Nunca discutiría con un vietnamita, considerando que son los únicos que derrotaron a una potencia como Estados Unidos en guerra. Tomo asiento. Soy Gulliver en Lliliput, y ruego que esa pequeña silla no ceda frente a mis 70 kilos. El buen hombre me acerca dos palillos y un plato que se ve como una sopa. ¿Palillos? Si esto es una sopa maestro- pienso mientras el señor se aleja. Empiezo a revolver la sopa con los palillos y veo que adentro tiene fideos, papas, bolas blancas cartilaginosas (que ellos llaman albóndigas), entre otras cosas. Utilizo toda mi concentración en coordinar mi motricidad fina ya que jamás comí con palillos. Maldición! Me pasa por cómoda, las pocas veces que comí sushi pedí tenedor- pienso. Luego de mucha paciencia y de salpicar todo a mi alrededor, termino ese delicioso plato.

Y las comidas en Vietnam serían siempre así, sentate (en el kínder), comé y callate, porque a menos que vayas a un restaurante turístico, la gente de los puestos locales por lo general no habla inglés. Pero tengo que admitir que aunque nunca supe el nombre de lo que comía y sólo me podía limitar a rogar un “No spicy please” (sin picante por favor) todo era muy rico. La comida en Vietnam es muy sana, variada y súper barata.

Imagen mía frente al río
Comiendo uno de mis almuerzos anónimos

Luego de comer y después de tanta adrenalina sensorial me llega el cansancio y siento la necesidad de ir a descansar, pero no quiero. ¿Cuántas cosas voy a perderme mientras duermo? No estoy dispuesta a resignar un solo segundo de esta puesta en escena de una ciudad que rompe con todos mis parámetros de normalidad. Pero luego de un rato, mi cuerpo negocia con mi cerebro y acuerdan que sería bueno ir a descansar y volver a salir por la noche. Mientras vuelvo comienzo a prestar atención a las casas. Muchas viviendas son iguales que las mesas y las sillas, diminutas. Comprendí por qué su vida transcurre en las veredas, no tienen otro lugar donde hacer las cosas. Otras construcciones son como el tránsito, cada uno edifica y superpone lo que quiere, en donde quiere de la manera que quiere. Un verdadero collage digno de estar en una galería de exposición.

A la noche decido retomar mi exploración. Otra vez el calor y la humedad me cachetean al salir del hostel. Otra vez la emoción vuelve a fluir por mis venas. El centro de la ciudad es un hormiguero de gente que va y que viene, que cena o toma alguna bebida en los bares, que hace compras en comercios hasta altas horas de la noche. Luces, música en vivo en los restaurantes, shows en la calle.

Imagen mía frente al río
Cocinando la cena en la vereda
Imagen mía frente al río
Show callejero

Me siento en un bar a tomar una cerveza y conozco a un grupo de viajeros. Después de charlar unas horas vamos por un banh mi en un puesto de la calle (sándwich vietnamita) y luego a un pub a bailar. Al llegar al bar vemos que la persiana se encuentra baja, por lo que deducimos que el local está cerrado. Pero no advertimos las dos personas a ambos lados de la persiana que nos preguntan si íbamos al pub. Al oír a nuestra afirmación ambos hombres levantan la persiana haciéndonos señas de que pasáramos, para luego volver a cerrarla una vez nos encontramos dentro. Subimos unos 3 pisos y acá sí, el pub es pura fiesta. Yo no salgo de mi asombro. Y es que en el centro “no se permiten” los locales bailables. Cada tanto pasan los patrulleros, con agentes “muy atentos a todo lo que sucede y controlando que se cumpla la ley”. Lo mismo sucede con los puestos clandestinos de la calle que venden alcohol, que al ver la policía venir, exigen a los clientes que se levanten de donde están sentados para esconder las sillas y mesas mientras ellos pasan.

Cada día en Hanoi es una nueva aventura, y siempre hay algo interesante para hacer, como visitar sus museos sobre la guerra, caminar alrededor de su precioso lago o probar algo típico como el café y la cerveza con huevo. Según nos contaron, en la época de la guerra era muy difícil conseguir leche, por lo que sustituían las proteínas agregándole un huevo al café. ¡Una delicia!

Imagen mía frente al río
Hombres jugando al ajedrez chino alrededor del lago

Y como olvidarme del día que fuimos a ver los trenes que pasan por Hanoi. Las vías atraviesan un sector de la ciudad donde hay edificaciones a ambos lados, como si hubieran cortado las casas al medio para que pasen los rieles por ahí. La vida allí también transcurre en la calle y los niños juegan sobre las vías, porque vereda no hay. Cuando el tren viene, todos despejan el área y ni siquiera queda un metro de distancia entre las paredes de las casas y los vagones. Sin contar que el horario en que pasa nunca es exacto, así como tampoco lo es la cantidad de trenes. A veces pasa uno al día, otras veces dos o tres en una jornada, por lo que la gente simplemente se guía por el ruido que hace el vehículo al aproximarse. Piel de gallina.

Imagen mía frente al río
Tren pasando por Hanoi

Todo tan normal….¿cómo no amar a esa ciudad y a esa gente?

Como sólo contaba con dos semanas para visitar el país, decidí recorrer el norte. Tomé un bus nocturno a Sa-Pa, y al ingresar al mismo advertí que las sorpresas no habían finalizado. En su interior el colectivo tenía literalmente camas, distribuidas en una línea inferior y una superior, como si fueran cuchetas. En cada cama había una almohada y una manta. Esto era un bus común y muy barato, por lo que no podía entender semejante servicio. Todo estaba dispuesto para que descansemos plácidamente durante la noche. Todo pero no todos; el chofer conversaba a los gritos con su compañero todo el rato. Su celular sonaba cada 15 minutos, y el señor, que no entendía que el sonido se transmite por vía inalámbrica, gritaba a fin de que su interlocutor lo escuchara desde donde estuviera. Para colmo, creo que al chofer se le cayó el brazo sobre la bocina y no lo pudo levantar en todo el trayecto. Pobre… pobre mi ilusión de dormir algo.

Imagen mía frente al río
Bus nocturno

En Sa-Pa encontraría numerosos poblados étnicos contrastando con los restos de una colonización francesa que dejó sus huellas en las construcciones y distribución de la ciudad. Apenas me adentré en sus calles, percibí una energía totalmente distinta a la de la capital. Allí se respiraba absoluta paz, dando la sensación de ser una ciudad que se quedó en el tiempo. A medida que me acercaba al centro, las mujeres y niños se acercaban a vender sus artesanías o sus tours por las aldeas étnicas. Como no me gustan los tours guiados, preferí alquilar una moto y adentrarme por mis propios medios a las mismas.

Lo primero que me sorprendió fueron las facciones y vestimenta de sus habitantes, que me recordaron mucho a los poblados del noroeste argentino, Bolivia y Perú. Increíble, del otro lado del planeta y todo tan igual. Muchas de estas comunidades se organizan en estructuras matriarcales. Su economía se basa principalmente en la producción arrocera, y es la mujer la que va a trabajar a los campos, siendo el hombre quien se ocupa de las tareas de la casa. Otros grupos fabrican artesanías para vender a los turistas y también son las mujeres y los niños los encargados de comercializarlos.

Al penetrar en las aldeas comencé a caminar y no podía parar. Inmensas terrazas de arroz se erigían frente a mi vista, cascadas que aparecían de repente, mariposas enormes que volaban por doquier, molinos de agua elaborados con cañas de bamboo, mujeres trabajando la tierra cubiertas con nylons para protegerse de la llovizna, niños correteando y jugando, aldeanos con vestimenta típica interactuando con quien pasara y pidiéndote que posaras con ellos para su colección de fotografías con amigos extranjeros, transformaron ese lugar un cuento de hadas.

Recuerdos de Sa-Pa

Por supuesto no podía pasar por el norte de Vietnam sin visitar la bahía de Ha-long, una de las 7 maravillas naturales del mundo. Un lugar verdaderamente mágico, donde la naturaleza se luce con más de tres mil islas de piedra caliza, teñidas de verde por la espesa vegetación que las cubre. Varias de las islas son huecas, con enormes cuevas. Otras cuentan con hermosas playas, todas bañadas por el mar de China. Muchas de estas islas son el hábitat natural de aves, gallos, antílopes, monos y lagartos.

Junto a un viajero canadiense y un español realizamos la excursión en barco que nos llevó a recorrer la bahía. A medida que nuestro barco avanzaba, mi asombro crecía proporcionalmente a esos gigantes verdes que emergían en medio de las aguas de un mar calmo, turquesa. La espesa bruma jugaba a esconder las islas más lejanas, las cuales se estiraban por encima de ella dejando ver el contorno de sus cúspides. Por un instante pude ver a Dios, inspirado en una tarde cualquiera, con la paleta de colores en su mano, jugando con ella y eligiendo a la perfección cada matiz que hacían de ese lugar una obra de arte literalmente divina. Remando en kayaks pudimos visitar algunas de las cuevas y contemplar las medusas más grandes que vi en mi vida. Nadar en sus aguas templadas (por supuesto en un sector libre de medusas) nos abrió la ventana a la intensa vida submarina que aquí transcurre. En la isla de los monos realizamos una breve caminata que nos permitió acceder a una fabulosa vista panorámica de la bahía, condimentada por esos cómicos animales que aparecían entre la vegetación en busca de comida. Pero más cómico aún fue ver como los monos trepaban fácilmente por los vestidos con encaje que las orientales lucían para hacer su clásica sesión de fotos. Y sí chicas, vestido y zapatos en la isla de los monos...

Un paisaje similar se observaba en Tam-Coc, yendo hacia el sur, con la diferencia de que muchas de las formaciones kársticas gigantes se presentan sobre la tierra. También hay un largo río que atraviesa las mismas formando impresionantes cuevas en su interior. También allí llamó mi atención la gran cantidad de mujeres trabajando. Mi paseo duró tres horas, siendo una mujer la que remaba un bote ocupado por cuatro personas, y lo hacía debajo de una sombrilla que cubría la mayoría de su cuerpo. Sólo interrumpió su trabajo dos veces para pedirme prestado el factor solar, ya que sus manos quedaban fuera de la protección de la sombrilla. Impresionante fue ver hombres y mujeres que realizaban paseos turísticos remando con sus pies.

Finalmente, luego de 11 días, volví a mi primer amor vietnamita para tomar mi vuelo desde allí. Hanoi me recibió igual que el primer día, y yo la miraba sorprendida y enamorada de ella como el primer segundo. Me di cuenta que una ciudad no necesariamente tiene que estar ordenada y en perfecto funcionamiento para que me guste; al contrario, me caen mejor las ciudades con personalidad, no importa si están sucias, desordenadas o huelen mal. Hanoi es un caos perfectamente organizado, y eso sencillamente la ubicó encabezando el top ten de mis ciudades en el mundo.

Y supe que sería difícil abandonarla. Supe que siempre tendría un amor a la distancia. Como el verdadero amor, la encontré sin buscarla, sin planes, y me hechizó. Sé que nuestra relación duró muy poco, y sólo viví los primeros días típicos de toda relación, esa etapa del enamoramiento donde todo te sorprende, donde no te importan los defectos del otro y uno justifica absolutamente todo por la ceguera que produce esa revolución emocional que ocurre en nuestro interior. No sé cómo hubiera progresado el vínculo ni si hubiera funcionado la convivencia. Éramos tan pero tan diferentes que estoy segura que hubiera sido muy difícil. Interesante, pero difícil. Me contento con haberla conocido y saber que existe. Saber que como en toda relación, vino a cuestionar mis bases, mi lógica, y me transformó, dejando marcas inolvidables en mí.

Imagen mía frente al río
Con mi verdadero amor vietnamita, aunque creo que no sentía lo mismo por mi