Septiembre comenzaba a despedirse y la llegada del otoño en Alemania me apuraba a dejar de patear la decisión para más adelante y resolver cuál sería mi próximo destino. Las opciones eran tantas que sólo bastaba con mirar el planisferio unos minutos para entrar en un estado de ansiedad y duda tal que no me permitía decidir nada coherente. Lo único que sabía era que quería hacer un voluntariado por algunas semanas y que quería irme de Europa, ya había recorrido mucho ese continente. Desorientada, estaba yo evaluando pros y contras de cada lugar, costos y voluntariados disponibles, hasta que se me apareció la voz de mi hermana que unos años atrás me hablaba de las maravillas de Estambul. Mmm… ¿Turquía? ¿Tantos días? ¿Y los atentados? ¿Mujer sola viajando en plena cultura machista? ¡Ay qué miedo!
Creo que en el fondo estaba buscando eso, sentir un poco de miedo, algo distinto. En Europa todo es muy ordenado, muy predecible. La cultura, si bien por supuesto tiene sus particularidades, en líneas generales es similar a lo que se puede ver en mi país. Y a fin de cuentas, una gran porción de Estambul pertenece a Europa; algo en común tendría que tener.
Hay muchas formas de abaratar costos cuando se viaja y una de ellas es hacer voluntariados, los cuales consisten en intercambiar unas horas de trabajo al día por hospedaje, comida y en algunos casos, también se pagan propinas. Existen innumerables tipos de voluntariados, sea colaborando en arreglar/construir una vivienda, enseñar idiomas, trabajar en granjas o huertas, etc. Yo venía viajando desde hacía meses, moviéndome de acá para allá, y más que por abaratar costos, necesitaba estar quieta en un lugar, dormir más de una semana en una misma cama, desarmar mi mochila y acomodar mis pocas pertenencias en un armario improvisado, no tener que preocuparme por reservar trenes, hostels, excursiones. Necesitaba pertenecer a algún lugar por un algún tiempo haciendo algo. Y si en ese período no gastaba dinero en hospedaje y comida, mejor aún.
Siempre me intrigó el hecho de trabajar dentro de un hostel, esos lugares relajados, con buen clima, donde se conoce gente nueva todos los días y se vive ese ambiente viajero. ¿Qué me tocaría hacer? ¿Limpiar baños? ¿Hacer las camas? ¿Servir el desayuno? Cualquier cosa para mi sonaba bien, ya que luego de unas 4 horas de trabajo (que por lo general es lo que se exige) podría dedicarme a pasear, conocer la ciudad y relajarme en la sala común del hostel conversando con la gente que allí se hospedara.
Grata fue mi sorpresa cuando me presenté en el mostrador de uno de los hostels mejor puntuados de Estambul y pregunté si necesitaban voluntarios, a lo que me respondieron que buscaban alguien que ayude de noche en el bar de la terraza, vendiendo cervezas y conversando con los viajeros para crear un buen ambiente. ¿En serio? A ver si entendí bien, ¿me dan una habitación privada y comida por hacer lo que más me gusta y que jamás consideraría como un trabajo? ¿Donde firmo?
¿Cuántas probabilidades había de que me decidiera por la ciudad adecuada, que acudiera al hostel indicado, en el momento justo y que ese trabajo me tocara a mi? Evidentemente muchas, ya que mis pensamientos atraían eso. Siempre me imaginaba a mi misma trabajando en la barra de un bar o, como dije antes, en un hostel. Y de tanto imaginarlo, llegó.
Fue una experiencia única. Guardo sólo buenos recuerdos de esas semanas donde fui una residente más de la “no capital” de Turquía y donde ese hostel, esa terraza y esa vista deslumbrante hacia el Bósforo, fueron mi hogar.
Llevaba tres semanas de voluntariado, y entre tantos viajeros que iban y venían, un día apareció Camilo en la barra del bar pidiéndome una cerveza. Todos lo llamaban Bob Marley, y nunca le hubiera cabido un mejor apodo. Su pelo negro lucía rastas naturales que caían hasta los hombros, creadas por sí solas como resultado de no peinarse ni cortarse el pelo durante algunos años. A su barba le tocó sufrir la misma suerte que a su cabello, alcanzando un largo de unos 15 centímetros. Era difícil ver sus ojos debido a lo gastados y rayados que estaban los vidrios de ese par de anteojos, que estimo datarían de unos diez años como mínimo. Llevaba pantalones cargo bastante descoloridos y zapatillas que con su aspecto contaban historias por sí solas.
Al verlo, mis ojos cargados de prejuicios, no tardaron en dar el veredicto: “hippie vago y sucio”. Aclaro que me avergüenza sobremanera contar esto en mi relato, y más me avergüenzo de que esto haya sucedido en mi cabeza. Pero a fin de cuentas uno escribe para no olvidar, y yo no quiero olvidarme de las veces que la vida me cantó vale cuatro y me mostró lo equivocada que estaba. Y por sobre todo no quiero olvidarme de lo que ese día aprendí: prejuzgar es una de las cosas más automáticas y dañinas que hacemos a diario y no podemos bajar la guardia. Ese colombiano, debajo de su aspecto desarreglado escondía conocimientos, valores, emociones, humor, experiencia viajera, simplicidad, amistad, entre otros.
Él solito, con su simpatía y sencillez se encargó de derribar mis muros de mandatos y estructuras. Transcurrieron los días y fuimos descubriendo que nuestras personalidades congeniaban, a pesar de que por momentos estaba segura de que él era el antónimo exacto de mi persona. Y así son los amigos ¿no?, personas con las que coincidimos y que queremos mucho, pero que al mismo tiempo hacen, dicen y viven cosas de un modo diferente al nuestro. Eso nos saca canas verdes más de una vez y la primera reacción es querer imponer las ideas propias o, en su defecto, tomar distancia. Pero esas diferencias al fin y al cabo, son las que más nos enseñan, las que más nos hacen crecer. Están ahí para mostrarnos otra óptica de la realidad. Están para mostrarnos ante todo, que no existen verdades absolutas. Por supuesto esto duele porque ataca nuestro ego, nuestra seguridad de saber. Está en cada uno convertirse en víctima de ese dolor o apostar a ir más allá, apostar a crecer.
Pensé que sería un buen desafío compartir un tiempo viajando con este particular sujeto que la vida había puesto en mi camino. A la semana siguiente yo finalizaría mi voluntariado y comenzaría a recorrer el resto de Turquía sin muchos planes ni una ruta trazada. Camilo nació sin planes, y creo que él también pensó que tendría mucho que aprender de esta combinación de personalidades en ruta, por lo que se unió a mi iniciativa de recorrer el país juntos. Fue así que en pocos días estábamos en un bus yendo a Capadocia.
Cuando comencé a viajar sola, por seguridad, me prometí que esperaría a estar viajando con alguien para hacer autostop, algo que siempre quise experimentar. Ahora estaba con Camilo, pero estábamos en Turquía, y a mí se me hacía peligroso viajar en ese país a dedo. Sin embargo, pensando en los países que tenía por delante (Israel, Jordania, Egipto tal vez) me di cuenta de que sería lo mismo en cualquiera de ellos. Bueno será Turquía entonces – pensé.
Decidimos ir desde Capadocia a Antalya, unos 600 km. Era una distancia bastante ambiciosa que de seguro nos llevaría todo el día. Cualquier mente racional se daría cuenta que era más conveniente el bus, dado que en Turquía todo, incluso el transporte, es económico, y por otro lado tardaríamos mucho menos. Pero lo que nos interesaba ahora no era ni el dinero ni el tiempo, sino, como me gusta decir, dejarle espacio al destino para que nos regale anécdotas. Y el bus no dejaba mucho margen para eso.
Algo que descubrimos rápidamente es que cuando uno se aleja de las ciudades turísticas, principalmente de Estambul, encontrar personas que hablen otro idioma que no sea turco se convierte en un verdadero desafío. Esto le dio un toque algo kamikaze a nuestra aventura, ya que era prácticamente imposible entender a donde se dirigían los autos que gentilmente frenaban para ofrecerse a llevarnos. Un condimento extra fue que hacía dos días había ahogado mi teléfono en un baño público (que otra cosa íbamos a esperar de mí?) y el celular de Camilo… bueno, creo que un telégrafo nos hubiera sido de más utilidad que ese teléfono. Y así fuimos, sin google traductor, sin mapa, sin nada. Nos mandamos con el machete y la guadaña como quien dice. Teníamos puesta toda nuestra confianza en la única palabra en turco que sabíamos pronunciar: Antalya.
Hacer autostop es sencillo; consiste básicamente en dirigirte hasta la ruta que sale de la ciudad donde te encontrás, posicionarte al lado del camino, en un lugar con dársena o banquina para que los autos puedan frenar y listo, mostrar tu pulgar hacia arriba hasta que alguien se disponga a llevarte. Algo de extrema simplicidad que Camilo tomaba con absoluta naturalidad, pero yo me sentía como nena en una juguetería. Es que justamente, iba a jugar un juego totalmente nuevo. ¡Que divertido!
Mi cara de parque de diversiones debe haber sido muy evidente, porque apenas pararnos en las afueras de Göreme (poblado más turístico de la región de Capadocia), el primer auto que nos vio, paró. Fue un bautismo bastante peculiar considerando que era un taxi. Le agradecimos su gentileza de parar pero no íbamos a pagarle por llevarnos. El hombre insistió en que subiéramos. Fue muy difícil corroborar que no nos cobraría porque prácticamente no hablaba inglés, pero una vez que mediante una mezcla de palabras y señas logramos asegurarnos que no pretendía dinero sino acercarnos hasta la próxima ruta donde pasaban más autos, nos subimos. Intentamos establecer una mínima conversación con él a pesar de su inglés rudimentario, pero el señor sólo se limitó a ofrecernos cigarrillos y a regalarme su piropo diciéndome “you very beautiful”.
Apenas descendimos del taxi, otro auto se detuvo a nuestro lado, sin que siquiera le hayamos hecho seña ¿Cómo sabían que hacíamos autostop si recién nos bajábamos de un taxi? Eran dos chicos de unos 20 años que se ofrecían a llevarnos a quien supiera donde, porque no hablaban una pizca de Inglés. Una y otra vez repetíamos la palabra Antalya para indicarles la dirección que debíamos tomar, pero en el camino había muchas ciudades antes que Antalya y sin mapa no podíamos saber si la que nos nombraban quedaba de camino. Con Camilo nos miramos un instante y nos dimos cuenta que todo el camino sería así, por lo que aceptamos la aventura de subirnos a donde sea para ir a quién sabe dónde. Sin utilizar palabras nos muestran un paquete de cigarrillos ofreciéndonos aquel tóxico objeto como si fuera un requisito implícito y obligatorio que acompaña todo acto de cortesía. Se mostraron totalmente desconcertados frente a nuestro “no, thank you”.
Lo más extraño era que los chicos tenían en su teléfono google traductor, y no lo usaron para ponernos de acuerdo en el lugar hacia el que nos dirigíamos, pero sí para desplegar todo su romanticismo diciéndome que yo era linda y que uno de ellos quería tener sexo conmigo y el otro con Camilo. Leessssto, cerrame la 8! Esa soltura e impunidad que tienen los hombres de oriente medio para expresar sus deseos ya la había experimentado antes, pero nunca en un auto donde dependíamos ellos. Insistieron unas dos veces más y yo empezaba a preocuparme un poco. Pero sólo quedó en una propuesta indecente, y al rato desistieron de la misma. Más allá de toda intención que tuvieran, eran dos chicos simpáticos que entre risas y con ayuda del traductor también intentaban saber e interiorizarse en nuestra aventura mochilera, pero reconozco que hay que hacer un esfuerzo muy grande por separar lo que es una cuestión de diferencia cultural al hacer un juicio de valor de las personas. Nos bajamos donde nos dijeron, sin tener mucha idea de qué ciudad era ni si íbamos por buen camino.
No tuvimos que esperar más de 3 minutos antes de que se detuviera un camión, dispuesto a llevarnos, otra vez, a quién carajo sabe dónde. Otro buen hombre que no hablaba inglés y nos ofrecía cigarrillos como para suplir su escases de palabras. Pero al menos este no invirtió todos sus esfuerzos lingüísticos en decir “very beautiful”. Esto ya se tornaba gracioso y a cada rato nos preguntábamos a donde terminaríamos. Ya ni nos consultábamos si subir o no, había que darle para adelante. De todas maneras yo me iba a subir igual, nunca había andado en un camión con la cabina tan alta. A Camilo no le gustaban los camiones porque van despacio. Yo en cambio estaba fascinada por la vista que se tiene desde ahí arriba, y disfruté mucho la hora y media arriba de ese vehículo. Lo que no disfruté fue mi descenso. La novata, ansiosa por salir, abrazó su mochilota y pretendía bajar de frente, sin poder ver los 3 escalones del camión por culpa de la mochila. Habrá sido un espectáculo interesante para el que venía caminando y vio una mujer salir eyectada de un camión cayendo de boca al piso. Por suerte la mochila sirvió para amortiguar mi caída.
El siguiente auto frenó inmediatamente después que se fue el camión. Esto está buenísimo! Ni siquiera tenemos que hacer dedo – le dije a Camilo. Usted está teniendo mucha suerte de principiante – me respondió él, que jamás pudo tutearme. Costumbre colombiana. El chico que nos llevaba ahora hablaba un poco de inglés, así que corroboramos con él que estuviéramos yendo por el camino correcto. Luego de cumplir el ritual de ofrenda de cigarrillos, nos llevó un tramo mientras nos preguntaba algunos datos curiosos sobre nuestro viaje. Como ya eran las 3 de la tarde nos dejó frente a algunos puestos de comida del camino, en las afueras de una ciudad llamada Konya.
Una vez terminamos de comer, reanudamos la marcha, contentos con la suerte que estábamos teniendo. Caminamos casi un kilómetro esperando que la avenida en la que nos encontrábamos se transformara en ruta y pudiéramos hacer dedo nuevamente, pero oh sorpresa!, la avenida nunca terminaba. Hasta que nos dimos cuenta de que el chico nos dejó en la entrada de la ciudad y no en la salida. Que poco nos duró la suerte! Preguntamos a unas mujeres cuánto faltaba para llegar a la ruta pero fue en vano, nadie hablaba inglés. Nos preguntaban a dónde íbamos y les decíamos la palabra clave: Antalya. Nos hacían señas para que fuéramos a la estación y nos tomáramos un bus que iba a Antalya, sin comprender que sólo queríamos encontrar la ruta para seguir a dedo. Les agradecimos y seguimos caminando pero ellas no encontraban paz y nos siguieron varias cuadras frenando nuestro andar e insistiendo que nos tomáramos el bus. Supongo que pensaban que no les entendíamos lo que nos decían y seguían insistiendo. A veces la gente se pasa de amable. No conformes con sólo seguirnos, comenzaron a llamar a la gente que pasaba para que las ayudara a explicarnos lo que nos querían decir y así se fueron amontonando las personas a nuestro alrededor.
Todos se tranquilizaron cuando un hombre mayor se detuvo con su auto y se ofreció a llevarnos. Repetimos una vez más nuestra palabra mágica (no tenía sentido explicarle que queríamos salir de la ciudad, no nos entendería) y el señor asintió. A cada rato el hombre me miraba por el espejo retrovisor, hasta que en un momento se dispuso a demostrar su elevado talento en idiomas diciéndome la sofisticada frase “very beautiful”. Y luego de conducir unos 300 metros, nos hizo descender del auto indicándonos que debía doblar para entrar en la ciudad. Nos despidió pidiéndome un beso en la mejilla. En serio señor???? Camilo anunció que ese había sido su récord de viaje más corto en un auto.
Caminamos unos cientos de metros más y la preocupación empezaba a invadirnos, porque según las horas que anduvimos en auto calculábamos estar a mitad de camino; pronto caería la noche y sería más difícil encontrar autos que nos lleven. Empezamos a pensar en buscar hospedaje en esa ciudad, pero… por dónde empezar? Como preguntarle a la gente por un hostel o albergue si no entendían una goma? Armar la carpa en algún lado? Era una ciudad grande y no parecía tener muchos espacios verdes para acampar. ¿La estación de buses estaría muy lejos? ¿habría buses para ese día? “Va a tener que ocurrir un milagro para que salgamos de acá” dijo Camilo, y antes de que terminara de pronunciar la última A, sin que estuviéramos haciendo señas con el dedo, un buen paisano frenó con su auto y como si hubiera escuchado la plegaria de Camilo, nos indica que subamos. Por supuesto que ni lo dudamos y nos subimos sin hacer muchas preguntas. Hicimos señas indicándole que queríamos seguir derecho hasta salir de Konya, y sin explicar mucho más, el hombre nos rescató de esa ciudad que no esperábamos visitar pero que nos mostró cuan gentil puede ser la gente en Turquía intentando ayudar. Demás está decir que no nos dejó bajar sin antes completar su acto heroico ofreciéndonos cigarrillos.
Otra vez en la ruta. Al fin! Y tres minutos después ahí venía, ese hombre que hablaba inglés, que era muy educado y que como si fuera poco, iba derecho hasta nada más ni nada menos que… si señores, Antalya! Sentados en la parte trasera veíamos como se asomaban los cigarrillos que nos ofrecía, predecesores de cualquier conversación posible. Es muy cómica la cara que hacen los turcos cuando uno les dice que no fuma, quedan desconcertadísimos. Así comprendimos que el fumar tiene un fuerte peso cultural allí, es parte de su identidad. También lo es el famoso çay (como llaman al té), por lo que paramos a mitad de camino para que este generoso hombre nos invitara con uno. El señor era de pocas palabras, y en ese viaje predominó el silencio. Nada mal para el cansancio que teníamos a esa altura; no dormíamos pero íbamos relajados. De igual manera nuestro amigo nos atendía como sus mejores huéspedes, ofreciéndonos dulces, galletitas bebidas y cuánto necesitáramos.
En esas 4 horas finales de viaje, miraba el paisaje por la ventanilla y pensaba en, como diría Fito, qué lindo es estar al lado del camino. Dejar una hoja en blanco y pasar a ser un personaje secundario en una historia escrita por otros, los protagonistas. Pensaba en todas las personas que habíamos conocido ese día, en lo generosas que fueron sin esperar nada a cambio. Ni siquiera tenían expectativas de una buena charla, porque de seguro sabían que no coincidiríamos en la misma lengua. Pero eso no fue un freno para que entregaran lo mejor que tenían para darnos. Hicieron lo que tanto nos cuesta a nosotros, cerrar la boca y abrir los ojos a las necesidades de los demás, y actuar. Sencillamente eso.
Transcribo literalmente lo que escribí en mi cuaderno sobre este día:
“Aprender que a veces está bueno ir a la deriva, no tener el control de todo y que igual se puede. Qué lindo es desconectarse un poco de la gente que está en el teléfono y conectarse con otra gente, con la realidad. Como se pueda, sin traductor, sin mapa, sin nada. Bien espontáneo. También es posible. Disfrutar de la hermosura del paisaje y no de las pantallas. Vivir el hoy, aquí y ahora. Sin miedos, abriendo los brazos a lo que la vida quiera regalarnos. Confiar en el plan divino. Y aprender que, por supuesto, hay cosas mucho más valiosas que el dinero y el tiempo: las experiencias de lo simple, lo cotidiano, dar el espacio para que la gente buena, generosa y simple brille en su esplendor dando lo mejor de sí. Quedándonos en nuestra casa estas cosas no nos pasan. Claro, es más fácil mirar las noticias desde el sofá y pensar que los turcos son peligrosos, machistas, terroristas y no sé cuántas cosas más que aparecen en el ideario colectivo (me incluyo en esa colectividad). Es más cómodo eso que salir a ver qué pasa, pero saliendo la recompensa es claramente mayor. Y qué gratificante es ver que en el mundo hay mucha gente que da y que hace sin esperar recompensa. La cadena de favores funciona hoy en día y a la perfección ¡No todo está perdido! Cuánto que aprender de ellos…”