Sobre árabes, desierto y otros peligros

Publicado el April 02, 2019 · 26 minutos de lectura

Estaba en el loby del hostel, en un pueblito del desierto de Israel, sin posibilidad de separarme de esa bendita salamandra que me ayudaba a mantener mi temperatura corporal. Me abrazaba ese instinto primitivo que nos obliga a mirar el fuego ardiendo, sin importar el tiempo ni lo que pase alrededor, hasta que Camilo me acercó un té, sacándome de mi estado de hipnosis. Compartimos esa infusión mientras conversábamos sobre los próximos destinos. Tanto él como yo detestábamos y evitábamos el momento de hacer planes, pero la vida nómade, si bien otorga una libertad desmesurada, exige a cambio tomar decisiones con más frecuencia de la que nos gustaría. En Israel solo nos quedaba por visitar un Kibutz y luego nos esperaba Petra, por lo que comenzamos a chequear perfiles de Couchsurfing de Jordania.

Couchsurfing es una red que conecta viajeros de todo el mundo, permitiendo hospedar y ser hospedado en hogares de manera gratuita. La traducción literal en español sería “surfear en un sofá”, y es que al no haber un interés de lucro, uno ofrece lo que tiene, sea una habitación, una cama o un simple sofá. A los “surfers” (los huéspedes) no les importa la comodidad ni el lujo, sino que priorizan el intercambio cultural, el intercambio de idiomas, el intercambio de vivencias. Conocer cómo vive un local, que por lo general te incluye en sus planes con familia y amigos, y te muestra otra cara de los lugares, la no turística. Y es un ida y vuelta, ya que a su vez el “Couch” (el anfitrión) se nutre de lo que el viajero trae para compartir; viaja sin tener que viajar. Es decir, se intercambian cosas definitivamente más valiosas que el dinero. Por mi parte, comencé hospedando a los valientes que se atrevían a visitar Rosario, y durante mi año viajando me hospedé en más de 30 hogares, teniendo maravillosas experiencias en todas las oportunidades. A excepción de una no del todo maravillosa, y esta es la historia.

“Ali Petra” anunciaba el nombre de su perfil. Nada fuera de lo común, considerando que todos los nombres de los perfiles (y después corroboraríamos que los de toda la población árabe) se dividían en: un 24% Mohamed, un 24% Ahmet, un 24% Ali, un 24% Mustafá y un 4% en algunos otros originales nombres, también repetidos entre sí. Su información estaba completa; mostraba buenas referencias y comentarios de viajeros que se habían hospedado con él, donde mencionaban que habían tenido una muy buena experiencia en la cueva. Así es, Ali ofrecía hospedaje en una cueva en el medio del desierto. Eso que automáticamente despierta el miedo en nosotros, es muy común en los nómades del desierto o beduinos, ya que esa zona desértica se encuentra poblada de piedras (por eso mismo cerca de ahí se ubica la increíble ciudad Nabatea, Petra) y dentro de esas rocas se forman numerosas cuevas que son utilizadas como refugios. ¿Dormir en una cueva en el medio del desierto? ¿Conocer a los beduinos? ¿Gratis? Para mi sonaba mejor que una invitación todo pago a Miami.

Enviamos a Ali nuestra solicitud para dormir 2 noches en su morada, la cual fue respondida a la brevedad, aceptando nuestra estadía. Nos aclaró que él no se encontraba en la ciudad pero que su primo Jamal nos recibiría. Fue así que llegamos a Wadi Musa (poblado más cercano a Petra) sobre las 6 de la tarde y en la estación de buses estaba Jamal esperándonos.

Era la primera vez que yo veía un hombre beduino y no podía salir de mi asombro. Su presencia era imponente, alto y robusto, con una tullida barba que cubría la mitad de su rostro y unos ojos negros que resaltaba con el clásico delineado de khol que utilizan los hombres del desierto. Su tez morena daba testimonio de la vida bajo un sol que a pesar de ser invierno, no se resignaba a debilitarse. Lucía su Thawb (túnica) blanco radiante y la Kufiyya en su cabeza (pañuelo árabe), que realzaban el contraste de color con su piel.

Luego de recibirnos con una calurosa bienvenida, nos invitó a subir a su camioneta 4x4 y manejó alrededor de 8 km a lo largo de un camino sinuoso. Al mirar por la ventanilla se apreciaba un millar de rocas, únicas protagonistas de un escenario árido que se perdía en el horizonte, donde el sol acababa de ponerse.

Cuando llegamos a la cueva ya había caído la noche y poco a poco el frío se hacía sentir. Jamal comenzó a encender velas dentro de bolsas de papel abiertas que cumplían la función de fanales, y en 5 minutos transformó ese lugar en un sueño. A medida que encendía una nueva vela, un rincón de esa gruta era forzado a hacerse visible, y así, lentamente se desplegó frente a nuestros ojos la imagen de un lugar rústico pero acogedor. Al mirarlo a Camilo, con su frondosa barba y su pelo abultado y desordenado, le confesé que me sentía en la época del hombre de las cavernas. La temperatura en el interior de la cueva era increíblemente templada, a pesar de estar abierta en forma permanente al exterior.

Dentro de la cueva

Afuera de la cueva, Jamal encendió más velas, que rápidamente perdieron relevancia cuando comenzó a arder la fogata que preparó en medio. Pronto vino su hermano con una alemana que estaba hospedándose en su hostel, y juntos prepararon pollo con papas y arroz. Lo interesante no era tanto la comida en sí sino el modo particular de cocinar que tienen los beduinos. Ellos cavan un pozo en la tierra y ubican dentro un tambor de 200 litros. En el fondo de este tambor ponen brasas y por encima colocan una doble parrilla circular que encaja a la perfección dentro del mismo. Luego colocan una tapa de metal por encima y finalmente cubren la tapa con arena, logrando así el efecto de un horno.

Sentados alrededor de la fogata disfrutábamos de esa deliciosa comida que debíamos ingerir al estilo árabe, en el suelo y con cubiertos naturales: las manos. Entre tanta arena y tierra dando vueltas mis manos no estaban limpias, pero tenía que olvidarme de la existencia de un baño para higienizarlas. Y la comida estaba muy caliente. ¿Cómo hacían a comer sin quemarse estos hombres? Mis dudas se despejaron enseguida cuando los vi acomodar las brasas del fuego tomándolas con sus manos. Su piel está tan curtida que ya se asemeja al cuero. Finalmente, un poco esperando y un poco quemándome me dispuse a saborear el plato que con tanta dedicación nos habían preparado nuestros anfitriones. Disfrutamos mucho esa cena, acompañada por una amena charla entre representantes de 4 países, de 4 culturas, con la música de las llamas sonando de fondo.

Me intrigaba de sobremanera la vida y la cultura árabe, y ahora estaba frente a dos hombres a los que podía preguntarles lo que quisiera. Y así fue como conversé un largo tiempo con Jamal. Me contó que en la cultura musulmana es muy difícil que un hombre pueda conocer una mujer, enamorarse y desposarla. En los encuentros sociales, las mujeres árabes siempre permanecen apartadas de los hombres, por lo que es imposible acercarse a una dama para platicar, bailar o conocerla. Y es justamente por eso que cuando encuentran mujeres turistas pertenecientes a otra cultura, los hombres árabes se desesperan por conquistarlas, sencillamente porque pueden elegir. Normalmente los matrimonios son previamente acordados entre familias que intercambian intereses, por lo que si un hombre quiere casarse debe anunciar esto a sus padres, quienes serán los encargados de encontrar la candidata más apropiada para él. Una vez que lo hacen, la mujer es presentada al hombre y sólo pueden encontrarse un escaso número de veces antes de la boda, y siempre con testigos presentes, nunca solos.

Demás está decir que la mujer musulmana no tiene voz ni voto; silencio y aceptación pagados con unos cuantos gramos de oro que sus esposos les obsequian. La cantidad de oro que el hombre comprará a su mujer para desposarla también se acuerda previamente y es ella la que elige entre exuberantes gargantillas o pecheras de oro, aquella que lucirá únicamente el día de su boda, porque el resto de sus días, su cabeza y su pecho se encontrarán (como desde el día que nació) completamente cubiertos por el Hiyab. Pero hey! Tuvo su momento de estrellato en el que pudo elegir y lucir un collar de miles de dinares, no hay por qué quejarse.

Por supuesto que la bronca e indignación que estos relatos me producían debía disimularlas con mi mejor cara de circunstancia. Yo no estaba ahí para juzgar o discutir sobre una cultura, estaba ahí para conocerla y aceptar lo que miles de años de historia ejercieron en esa sociedad. En mi interior agradecí a Dios por haber nacido en el lugar y en la época que eligió para mi, y le pedí que en algún futuro no muy lejano abriera los ojos de esas mujeres que parecieran vivir en un siglo estancado que se olvidó de avanzar.

El cansancio empezaba a apoderarse de nuestros cuerpos, pero resistimos un poco y aceptamos la invitación de Jamal de subir al techo de la cueva a presenciar uno de los espectáculos más alucinantes que vi en mi vida. El cielo nos mostraba toda su majestuosidad. Esa noche decidió no ocultar ni una sola estrella a nuestra vista, mientras rompía la monotonía del firmamento con cuerpos celestes que viajaban a gran velocidad para pintar trazos luminosos. No las conté con precisión pero vimos más de 30 estrellas fugaces en menos de una hora. Miraba a mi alrededor y a nuestros pies el show continuaba. Kilómetros de desierto nos rodeaban, no se percibía ningún movimiento, ningún ruido. Ninguno de nosotros se atrevió a emitir un solo sonido. Paradójicamente, frente a tanto espacio, supimos que no había lugar para las palabras. Nos fuimos retirando de a uno a medida que el sueño y el frío lograban dominarnos, pero lo hacíamos con el mayor de los cuidados, como si nos fuésemos de un teatro antes de que termine la función, sin querer distraer al público ni estropear la presentación.

Al día siguiente nos levantamos a las 5 de la mañana con Camilo para ir a Petra. La ansiedad me invadía y quería llegar cuanto antes. Mucho había escuchado acerca de esa ciudad que como su nombre lo indica, está construida en piedra. Pero no está hecha de piedra, sino que está literalmente tallada y esculpida en la roca del valle. Capital del reino Nabateo (pueblo nómade árabe), nació como una ciudad funeraria que luego se fue ampliando en su época de mayor esplendor. Las monstruosas construcciones que muchos creen son templos, en realidad sirvieron de tumbas a personas de alta posición en la escala social. Genios de la arquitectura y la hidráulica, los nabateos elaboraron complejas redes de canales para abastecer de agua a una ciudad construida en pleno desierto. Petra floreció como ciudad comercial gracias a su ubicación en medio de rutas comerciales entre Oriente y Occidente.

Al llegar y ver esos inmensos muros de piedra que se instalaban a derecha e izquierda marcando el camino hacia la milenaria ciudad, me invadió una energía que me hacía querer correr a descubrirla y a la vez me hacía temblar las piernas, dificultando mi caminar. Esa emoción sólo era el preludio de las lágrimas rodarían por mi rostro al llegar al final de ese trayecto, donde los muros se detenían y el camino se abría para ceder el lugar al Tesoro, una de las tumbas más famosas de Petra. No podía creer que mis ojos estuvieran contemplando semejante obra de arte, tantos años de historia, tantas horas de trabajo de personas que tantos siglos atrás construían lo que hoy en día ningún equipo de ingenieros podría realizar utilizando las herramientas de aquella época y sin recurrir a la tecnología.

Y así iban desfilando, una a una frente a nosotros, las esculturas que le daban a esta ciudad la imponencia y la belleza que con razón la hacen ubicarse entre las siete maravillas del mundo. Nueve horas y 30 kilómetros de caminata fueron el resultado del romance de un día con esa ciudad.